Camino Viejo de Segovia (Cercedilla, Madrid): la senda solitaria

Camino Viejo de Segovia

Un alto para contemplar el valle de la Fuenfría, sobre el que descuellan las dos primeras cimas de Siete Picos.

Un paseo por la ladera occidental del valle de la Fuenfría, la más rica en bosques, animales y soledades. El Camino Viejo de Segovia es el más suave y bello de cuantos ascienden hasta el puerto de la Fuenfría, y el más desconocido. Perfecto para quienes huimos de las multitudes.

No hace falta ser ingeniero para saber que lo más lógico, a la hora de abrir un camino, es seguir los valles, como hacen los ríos, y los puertos más bajos, como las palomas o las vacas. A la hora de la verdad, en cambio, prevalecen intereses como los que hicieron que Carlos III eligiera el puerto de Navacerrada (1.860 metros) en detrimento del de la Fuenfría (1.793 metros) con tal de trazar la carretera más directa a La Granja, sin considerar que esa diferencia de altura supondría más nieve y menos transitabilidad. Es como los trenes de alta velocidad, cuyo itinerario depende menos de la lógica del terreno o de las necesidades de los ciudadanos que del pueblo donde haya nacido el gobernante de turno. Gracias a aquella histórica decisión, el puerto de la Fuenfría nos ha llegado libre de vehículos, mas no de insensatez caminera. Y es que, para subir a él, existen tres sendas oficiales, a cual más concurrida e ilógica: las dos calzadas históricas (la romana y la borbónica) y la pista forestal llamada Carretera de la República; las dos primeras ascienden en tan corto trecho (3 kilómetros), que su pendiente rompepiernas del 13% justifica el quejido quevediano: “¡Oh, cómo volaría yo con pólvora gran parte deste puerto, y hiciera buena obra a los caminantes!” (La vida del Buscón, 1604); mientras que la Carretera de la  República da tal rodeo por la ladera de las Berceas (9 kilómetros), que uno peina canas antes de llegar a lo alto.

Prueba definitiva de esta sinrazón es que, por la ladera contraria del valle, la occidental o del Infante, sube olvidado del mundo el Camino Viejo de Segovia. Es perfecto, ni corto ni largo (unos 4 kilómetros), presenta una pendiente casi constante del 9% y su apertura no ha obedecido al capricho de ningún mandamás romano, ilustrado o republicano, sino al libérrimo y secular ir y venir entre Cercedilla y Segovia de los vaqueros, gabarreros y demás nativos conocedores del terreno. Y como encima surca la ladera más boscosa y apartada, las posibilidades de sorprender a las bestezuelas silvestres en su espontáneo trajinar son altas, tirando a muy altas.

Señalización del camino

Señal del Camino Viejo (derecha) y de la calzada romana, con la que coincide cerca del puerto de la Fuenfría.

A buscar este camino, como quien busca un tesoro perdido, nos acercamos al aparcamiento de Majavilán, en el valle de la Fuenfría, en Cercedilla, y nos adentramos en el bosque por una senda que asciende sin señalizar, atraviesa una valla por un paso peatonal y en cinco minutos alcanza una nítida intersección: a la derecha, con marcas blancas y amarillas, se nos presenta el Camino Viejo de Segovia como una suerte de túnel en el pinar, todo de suave subida.

A un cuarto de hora del inicio, el camino se divide en dos: el más trillado, balizado con círculos rojos, dobla a la izquierda para trepar en zigzag hasta el collado de Marichiva (vereda de la Piñuela); mientras que el nuestro, señalizado con marcas blancas y amarillas, se reduce a un vereda que sigue de frente y pasa rauda, casi furtiva, por encima del albergue Peñalara. Lo que resta, hasta el puerto, es una hora de gratísimo paseo entre pinos y peñascales con vistas a Majalasna (el primero de los Siete Picos, atalaya de la ladera oriental) y a los tres grandes caminos (calzadas romana y borbónica y pista forestal), que a estas alturas todavía están arrastrándose por el fondo del valle, con su jabardillo de domingueros y ciclistas.

Somos sombras en el pinar, sombras deslumbradas (como los corzos o los picapinos al vernos) por las bayas de los acebos y los serbales, y por el verdor de los helechares y los ribazos de los regatos que bajan de Peña Bercial y Cerro Minguete, guardianes de la ladera occidental del valle. Muy cerca del puerto, descubrimos una señal de la calzada romana, que aquí que se encuentra con el Camino Viejo de Segovia.  Y ya en el alto de la Fuenfría, vencemos la tentación de volver por el mismo camino y tiramos a la izquierda por la pista del Infante, que corre casi horizontal hasta el collado de Marichiva (a media hora del puerto), desde donde bajamos por la empinada senda de los círculos rojos (vereda de la Pieñuela) al punto de partida.

Ladera occidental del valle de la Fuenfría

Pinar de la ladera occidental del valle de la Fuenfría, por donde corre emboscado el Camino Viejo de Segovia.

Cómo llegar. El Camino Viejo de Segovia se encuentra en el valle de la Fuenfría, en Cercedilla, a 60 kilómetros de Madrid. Se va por la A-6 hasta Guadarrama (salida 47), por la M-622 hasta la estación de Cercedilla y por la carretera de las Dehesas (M-966) hasta el aparcamiento de Majavilán, donde comienza la ruta a pie. Datos de la ruta. Paseo circular de 8,3 kilómetros y una duración de 2,5 horas, con un desnivel acumulado de 410 metros. La ruta se puede seguir con el móvil descargándola en https://es.wikiloc.com/rutas-senderismo/camino-viejo-de-segovia-cercedilla-madrid-131435403. Más información. En el Centro de Visitantes Valle de la Fuenfría (918 522 213), que está en el kilómetro 2 de la carretera de las Dehesas, muy cerca del inicio de la ruta.

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Pino de la Cadena (Cercedilla, Madrid): memoria de hierro

Pino de la Cadena (Cercedilla, Madrid)

"A su querida memoria, 1840-1924": así dicen las letras de hierro que rodean el pino albar de la Cadena.

Este pino albar, monumento vivo al amor filial, se alza en las vecindades de El Ventorrillo, junto al camino que baja a la pradera de las Cortes. Es uno de los árboles más singulares de la sierra de Guadarrama. Con dedicatoria, que sepamos, no hay otro. Su historia es de lo más curioso.

Todos hemos pensado alguna vez cómo seremos recordados cuando nos hayamos ido. La idea de morir sin que nada ni nadie guarde memoria de nosotros nos resulta penosa. Lo contrario (mármoles indestructibles y 30.000 misas, como las que mandó decir Felipe II por su alma), más penoso todavía. El recuerdo digno y mesurado no es una práctica habitual en nuestra cultura. De la sencillez y el buen gusto, en los cementerios, se puede decir lo mismo que Tácito comentó sobre ciertas caras en el funeral de Junia: brillan por su ausencia. Y fuera de ellos, la imaginación popular no da más que para llenar de cruces los acantilados y las cunetas. Esta es la historia de una hermosa excepción.

En el verano de 1924, el empresario Nicolás María Urgoiti –creador de La Papelera Española, del diario El Sol y de la editorial Calpe, entre otras muchas cosas– estaba pasando unos días en la casa que tenía en el paraje de El Ventorrillo (Cercedilla), al lado del albergue del Club Alpino Español, cuando vinieron a avisarle de la muerte de su padre. Hombre metódico, este señor tenía, entre otras costumbres, la de pasearse todas las mañanas por el camino de la pradera de las Cortes y la de demorarse, a cierta altura del mismo, leyendo recostado en un pino de su gusto: el regente del albergue, Isidro Jiménez, sabía que lo encontraría allí. Isidro, que fue el mensajero de la mala nueva, le contó este sucedido a su hijo Cipriano, quien a su vez, ya septuagenario, nos lo refirió a nosotros.

Al destino, como observaba Borges, le agradan las simetrías. Aquel pino albar, precisamente aquel en que Urgoiti estaba apoyado cuando recibió la triste noticia, acababa de ser señalado para el corte: había llegado también su hora. Urgoiti, a pesar de su dolor, reparó en esa siniestra alianza de hachas y guadañas y no la quiso permitir: localizó al maderista, le compró el ejemplar y dispuso que se le ciñera la base del tronco con una gruesa cadena de cuyos eslabones pendieran, mientras el árbol viviese, las letras de un escueto epitafio: “A su querida memoria, 1840-1924”. ¡Qué antiguo misterio es la sociedad de los árboles y los muertos! ¿Será preciso decir que le estaba dedicando a su padre algo más que un símbolo de larga vida: un árbol concreto, un ser vivo con su savia, su simiente, su ansia de sol y su carne de madera tremando en los días de ventisca y las noches de lobos; con su sombra, su vereda, sus hermanos, su río Navalmedio y su sierra de Guadarrama?

Mucho ha llovido y nevado desde entonces en El Ventorrillo. Ya no es aquel lugar agreste y remoto al que los primeros esquiadores subían a patinar (así decían ellos) caminando desde la estación de Cercedilla por el atajo del Calvario. El refugio que construyó en 1907 Manuel González de Amezúa –y que amplió en 1909, al poco de fundar el Club Alpino Español– fue demolido tras la Guerra Civil. Residencias bancarias, cocheras de máquinas quitanieves y otros edificios salpican hoy esta ajetreada curva de la carretera del puerto de Navacerrada. Nada en ella recuerda a Urgoiti. Ni siquiera su casa, escondida en el pinar, luce ya el letrero Nicotoki (el lugar de Nico, en vasco). Pero no muy lejos, a la vera del camino que baja a la pradera de las Cortes, el Pino de la Cadena sigue hablando con palabras de hierro a los paseantes y a los guardas forestales que, cada cierto tiempo, abren el candado y lo pasan por el siguiente eslabón para evitar que el viejo árbol se estrangule.

Valle de Navalmedio

El Pino de la Cadena es singular, pero no está solo: forma parte de uno de los bosques más bellos de la sierra.

Para conocer este símbolo de amor filial y ecológico, hay que echarse a andar por la pista forestal que nace en el kilómetro 15,5 de la carretera del puerto de Navacerrada (M-601), a mano izquierda según se sube. En diez minutos, llegaremos a una bifurcación, y cien metros más adelante, por el ramal descendente, descubriremos este pino de casi 200 años de edad en la orilla misma de la pista.

Existe, sin embargo, otro camino mejor, más agradable. En vez de acercarnos al Pino de la Cadena bajando desde El Ventorrillo, que ahora es un sitio con mucho tráfico y poco carácter, podemos hacerlo remontando el valle desde la presa de Navalmedio. Es un itinerario circular más largo, de unos cinco kilómetros y dos horas de duración, pero muy sencillo, sin pérdida posible si se siguen las indicaciones que vamos a dar y se descarga en el móvil la ruta que aparece en https://es.wikiloc.com/rutas-senderismo/pino-de-la-cadena-cercedilla-madrid-131514258

El punto de partida de esta ruta es la presa de Navalmedio, a donde nos llegaremos en coche por la carreterilla que se desvía a la izquierda en el kilómetro 12,500 de la M-601 (Villalba-puerto de Navacerrada), junto al restaurante La Fonda Real. Tras recorrer dos kilómetros, aparcaremos junto a la valla que rodea el embalse y nos echaremos a andar por el camino de tierra que nace allí mismo, a mano derecha, tras una barrera metálica pintada de color marrón que impide el paso de vehículos.

Ascendiendo siempre por el frondoso pinar, el camino cruza enseguida el río Navalmedio, bordea luego una serie de praderas –la mayor de todas, la de las Cortes, en la que yacen las ruinas de un campamento juvenil– y, tras salvar de nuevo la corriente, vira bruscamente a la derecha para llegar a la altura del pino como a tres cuartos de hora del inicio. A sus casi dos siglos, no está ciertamente en la flor de la vida. De hecho, tiene algunas ramas secas y diríase que lo único que aún lo ata a este mundo es la cadena que abraza amorosamente su tronco de cuatro metros de circunferencia.

En la siguiente bifurcación de la pista forestal, tomaremos por el ramal de la derecha –el de la izquierda nos llevaría al puerto de Navacerrada–, que discurre llano hasta El Ventorrillo. Entre el garaje de las máquinas quitanieves y la antigua casilla del Icona (ver en Google Maps) nace un camino que, tras franquear un paso peatonal, se arrima a la casita de la Institución Libre de Enseñanza y desciende raudo hacia el embalse de Navalmedio. Es el viejo atajo del Calvario, casi tan viejo como el Pino de la Cadena.

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Tejos del arroyo Barondillo (Rascafría): los abuelos de Madrid

Tejo del arroyo Barondillo

Diez metros de circunferencia tiene el tronco de este tejo monumental, quizá el árbol más anciano de Madrid.

Legendarios, tóxicos y muy longevos, los tejos han sobrevivido al hacha y al cambio climático ocultos en las nieblas del alto Lozoya. Para que el tronco de estos árboles alcance un perímetro de diez metros, como tiene uno de ellos, han de pasar muchos años. Cientos. Incluso más de mil. Para verlos, solo hay que caminar una hora y media de ida y otro tanto de vuelta. O sea, nada.

En la Comunidad de Madrid hay, según el catálogo elaborado por las autoridades del ramo (en este caso, de la rama), más de 250 árboles singulares. Muchos se hallan en entornos urbanos, fincas particulares o zonas de acceso restringido: como el hayedo de Montejo, que para visitarlo hay que reservar con antelación y luego caminar por un sendero obligatorio de la mano de un guía (¡qué divertido!). Algunos otros, sin embargo, se prestan a una grata excursión, sobre todo en verano, cuando sus copas se revelan como enormes y eficaces parasoles. Es el caso de los tejos del arroyo Barondillo, que están en un sitio fresco a más no poder, el valle alto del Lozoya, rodeados de torrentes, pinares y cumbres las más elevadas de Madrid. Se ve que a ellos el sitio les gusta tanto como a nosotros, porque más y mayores ejemplares no los hay en 300 kilómetros a la redonda.

Inmortal y ponzoñoso, temido y venerado, el tejo ha ocupado desde edades remotas un lugar preeminente en el bosque de los mitos. Los griegos, que juzgaban este árbol procedente de las regiones infernales, lo consagraron a la diosa Hécate, señora del tártaro, sin perjuicio de consagrarles también a sus enemigos unas cuantas saetas impregnadas con su veneno. Teofastro, Dioscórides, Plinio y otros sabios de la antigüedad ratificarían luego en sus escritos lo que aquellos sagitarios habían demostrado ya por la vía de los hechos en el campo de batalla: que el tejo mata.

Puente de la Angostura

El puente de la Angostura, en el alto Lozoya, es paso obligado para quien camina en busca de los viejos tejos.

Otra vieja certeza era la de que el tejo podía llegar a vivir más de mil años. (Junto a la iglesia mozárabe de Santa María de Lebeña, del siglo XI, vivía uno que se sabía tan antiguo como ella y que fue derribado, no por el peso del tiempo o alguna enfermedad, sino por un fortísimo temporal en 2007). Su longevidad, a la par que su follaje perenne, hacían del tejo un símbolo de vida eterna que cuadraba a la perfección en los camposantos; y por eso mismo fue también costumbre el plantarlo a la vera de los grandes monumentos, para que hubiera un testigo vivo de tanta gloria pasajera.

Fuera ya del paraíso de los mitos y de los símbolos, los farmacéuticos han confirmado que el Taxus baccata contiene en casi todos sus órganos un alcaloide, la taxina, que es un veneno del sistema nervioso y del corazón, que acaba paralizándolo. Y en cuanto a su larga vida, se citan ejemplares que han sobrepasado los dos mil años. Mejor combinación que ésta (toxicidad + longevidad) no se puede pedir para garantizar la supervivencia de una especie, y en buena lógica nuestros montes deberían estar pletóricos de tejos, pero no es así, y la culpa de que no sea así no la tienen ellos, que están eternamente en su sitio sin meterse con nadie, sino los de siempre: nosotros, los hombres.

El futuro es de las ratas y las cucarachas, que se multiplican con extraordinaria rapidez; no de los tejos, cuyo crecimiento parsimonioso se compagina mal con las urgencias del hacha, que siempre ha codiciado su madera dura, compacta, elástica, imputrescible…, y tan resistente, que es fama que un poste de tejo puede llegar a durar más que uno de acero. Si a tal expolio añadimos que el clima es cada vez menos benigno (el tejo apetece nieblas y primaveras sin hielos), pues apaga y vámonos.

Pozas en el alto Lozoya

Uno de los alicientes de esta excursión es poder bañarse en las pozas grandes e impolutas del alto Lozoya.

En la región de Madrid, los tejos están considerados especie protegida desde 1985 y se encuentran, no sin dificultad, diseminados por los barrancos sombríos y vaguadas de Somosierra, Montejo, Miraflores, la Pedriza, Canencia y valle de la Fuenfría. Pero quizá el único grupo que merece el nombre de tejeda (palabra, por cierto, que no registra el Diccionario de la Academia, pese a que es un topónimo frecuente) es el que jalona el curso del arroyo Barondillo, en la ladera nororiental de Cabezas de Hierro, cerca de las primeras fuentes del Lozoya, que aquí se llama aún Angostura.

En el kilómetro 32,400 de la carretera M-604, subiendo de Rascafría al puerto de los Cotos, se desvía a la izquierda una pista forestal cerrada al tráfico que remonta el alto Lozoya a lo largo de un par de kilómetros, lo salva mediante un puente de piedra (el viejo puente de la Angostura) y se divide en dos. Si ascendemos otros cuatro kilómetros por el ramal de la izquierda, llegaremos tras casi dos horas de marcha al punto en que la pista se extingue junto al arroyo Barondillo y, cruzando éste, veremos tejos tan soberbios como el de la Roca, contorsionándose cual hidra entre los canchos de su base; o como el anciano ejemplar que, cien metros aguas abajo, parece estar a punto de expirar por su tronco hueco de diez metros de circunferencia. Su edad es incalculable, pero los expertos aseguran que no hay otro árbol más viejo en toda la región. El doctor renacentista Andrés Laguna, comentarista de la Materia médica de Dioscórides, al tratar sobre el tejo creyó preciso prevenir a los hombres sobre su maldad: “Quise aquí recitar su historia para que se guarde cada uno dél”. Hoy, que se han vuelto las tornas, nos atrevemos a corregir: “… para que cuidemos todos dél”.

Ruta de 12 kilómetros (incluida la vuelta por el mismo camino) y tres horas de duración en total. Dificultad: media-baja.

Pescador y tejo

Pescador de truchas en el alto Lozoya y uno de los tejos milenarios que crecen junto al arroyo Barondillo.

Cómo llegar. Rascafría dista 97 kilómetros de Madrid yendo por la autovía del Norte (A-1) y desviándose en la salida 69 para seguir por la carretera M-604. Hay que pasar de largo Rascafría y El Paular, e ir atento a los hitos kilométricos para aparcar cerca del kilómetro 32,400, donde comienza la excursión a pie. Se puede estacionar muy cómodamente en el área recreativa La Isla, que está poco antes. Comer. Los Claveles (Rascafría; 918 691 601): restaurante campestre situado en el área recreativa La Isla, muy cerca del inicio de esta ruta; su fuerte es el cochinillo asado, pero hay también manjares de temporada (corujas, setas, caza…). Los Calizos (Rascafría; 918 691 112): cocina estacional con productos de la zona; también es hotel. Trastámara (Rascafría; 918 691 011): restaurante típico castellano, con horno de leña, del hotel Sheraton El Paular. Dormir. Sheraton El Paular (Rascafría; 918 691 011): habitaciones decoradas con mueble de época en el antiguo palacio de los Trastámara, anejo al monasterio de El Paular. El Rincón de Rascafría (Rascafría; 639 416 797): diez suites de estilo rústico con variada decoración. Casa Granero (Rascafría; 606 362 561): ambiente familiar, cuidado interiorismo y excursiones guiadas gratuitas, incluida la que lleva hasta los tejos milenarios. Más información. Parque Natural de Peñalara (918 520 857 y 918 691 757).

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El Elefantito de la Pedriza (Manzanares El Real, Madrid)

El Elefentito

El Elefantito es de las peñas más reconocibles de la Pedriza, con su trompa, su orejota y su abultada frente.

Peñas zoomorfas (o sea, con forma de animal) hay unas cuantas en la Pedriza: el Pájaro, el Caracol, la Tortuga, la Foca, el Camello… Pero ninguna tan perfecta como el Elefantito, cuya viveza es tal, que no parece haber sido labrada al azar por la erosión, sino por un escultor prehistórico o un montañero con dotes artísticas y mucho tiempo libre. La senda que lleva hasta este Dumbo de granito es una de las más bellas de la Pedriza y de toda la sierra de Guadarrama.

Hay lugares que nos transportan a la luz del alba de la humanidad, que nos incitan a mirar como aquella vez primera en que un hombre vio en las ondulaciones del techo de la cueva de Altamira la exacta disposición de una manada de bisontes, en la constelación de Cáncer un cangrejo o en el nubarrón estival un desfile de todas las bestias lanudas del orbe. Uno de esos lugares es la Pedriza del Manzanares.

Esculpidos por doquier en el granito de la Pedriza, vemos caracoles y tortugas, pájaros y cochinos, focas y camellos, dinosaurios y cocodrilos que nos revelan a la naturaleza como una artista diestra y fecunda, modelo y musa de sí misma. Se objetará que son obras azarosas, hijas de la chiripa y huérfanas de propósito. Pero no cabe duda de que responden a un método de trabajo. Y es que la naturaleza, actuando sobre la piedra berroqueña con la cuña del hielo y el pulimento del agua, no difiere mucho del escultor que se enfrenta a una roca informe sin una idea determinada, dejándose llevar por las vetas y fisuras hasta dar con la forma más sugeridora.

Viendo el Elefantito, que sin duda es la escultura más perfecta de cuantas decoran la Pedriza, cuesta creer que, además de un método material, no exista una secreta intención, una arcana voluntad que maneja las formas repetidas como una especie de código o de guión. Puede que en esta peña no haya arte en sentido estricto. Lo que hay, eso es seguro, es ese asombro ingenuo y primitivo de quien la mira, esa llama que iluminó la carita de la primera humanidad y que hoy languidece en las frías salas de tantos museos.

Mirador del Tranco

Desde el mirador del Tranco se ven las casas de Manzanares, el embalse de Santillana y, al fondo, Madrid.

En busca del Elefantito, vamos a acercarnos al aparcamiento del Tranco, a 2,5 kilómetros de Manzanares El Real, para subir por la escalera que bordea por la derecha el restaurante Casa Julián y seguir trepando por la senda de las Carboneras, que está señalizada con trazos de pintura blanca y amarilla. Esta trocha, brusca y zigzagueante como un rayo, no nos dará una tregua hasta llegar en media hora al rellano conocido como el mirador del Tranco, donde podremos tomarnos un respiro con la mirada puesta en el castillo de Manzanares y el embalse de Santillana, un bello cuadro realzado por los canchos de la Pedriza, que le sirven de artístico marco.

A una hora del inicio, alcanzaremos un segundo rellano, la Gran Cañada, una pradera de más de un kilómetro de longitud, con pasto muelle y arroyo bullidor, por la que vamos a avanzar a mano derecha, hacia el este, para desviarnos 400 metros después a la izquierda por la vaguada de las Cerradillas. Aunque no está señalizado el camino, tampoco tiene pérdida: solo hay que seguir el mentado arroyo aguas arriba, por una vereda evidente, hasta coronar, cumplida una hora y media de marcha, el alto donde descuella la peña del Elefantito. Observando el fino detalle con que están labradas su trompa, sus orejotas y su abultada frente, convendremos en que la naturaleza es una magnífica escultora, casi tan buena como haciendo originales de carne y hueso.

Tras admirar la pasmosa viveza de este Dumbo pedricero (solo le falta baritar), continuaremos de frente por la misma vereda, ahora en suave descenso, hasta desembocar en la cercana senda Maeso. Por este histórico sendero, muy tortuoso pero bien marcado con señales blancas y amarillas, descenderemos con franco rumbo sur para atravesar de nuevo la Gran Cañada y pasar al rato junto al inconfundible Caracol, lento como la roca de que está hecho.

En tres horas, a contar desde el inicio, nos plantaremos en el collado de la Cueva, el cual separa la Pedriza grande y salvaje del pequeño macizo periférico del Alcornocal. Será el momento de dejar la senda Maeso, que sigue bajando hacia Manzanares El Real, para desviarse a la derecha por una trocha que lleva directamente al Tranco bordeando la Cara del Indio, otra de las obras con título significativo que expone la naturaleza en el museo de la Pedriza. Una advertencia: en este último tramo, que está sin señalizar (solo hay un hito en el arranque de la trocha), es fácil perder el camino y caer en la tentación de atajar por la máxima pendiente hacia las casas más cercanas, que son los bungalós del camping El Ortigal. Mala idea. La trocha buena va perdiendo suavemente altura, sin apartarse mucho de la base de los riscos, mientras que los atajos conducen inexorablemente hacia la triple alambrada del camping, que no tiene nada que envidiar a la valla de Melilla. Avisado queda.

Senda Maeso

Poco después de rebasar el Elefantito, se entronca con la senda Maeso, que lleva de vuelta a Manzanares.

Cómo llegar. Manzanares El Real dista 53 kilómetros de Madrid. Se va por la autovía de Colmenar Viejo (M-607), desviándose por la carretera M-609 en el kilómetro 35 y luego por la M-608 a la izquierda. El aparcamiento del Tranco se encuentra a 2,5 kilómetros del casco urbano, subiendo por la avenida de la Pedriza. Hay que madrugar, porque se llena enseguida. Datos de la ruta. Itinerario circular de 7 kilómetros y unas 4 horas de duración, con un desnivel acumulado de 450 metros y una dificultad media. No es muy duro, pero carece de señalización en algunos tramos. Más información. En el Centro de Visitantes de La Pedriza (918 539 978).

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Majada de Quila: una noche de invierno en La Pedriza salvaje de hace más de cien años (Manzanares el Real, Madrid)

Covacha de la Majada de Quila
En esta covacha se refugiaron Juan A. Meliá y José Tinoco durante el invierno de 1914. Por poco no lo cuentan.

Esta covacha de los Llanillos fue uno de los primeros refugios de La Pedriza. A su lado, el vetusto Refugio Giner es un Relais & Châteaux. Nada que ver la noche de invierno que pasaron aquí en 1914 dos pioneros del guadarramismo con La Pedriza civilizada y razonablemente segura de hoy en día. Muy cerca, el magnífico arco pétreo del puente de los Pollos (o de los Poyos, tanto da) acrecienta la belleza y el interés de la zona.

Sucedió durante las fiestas de Carnaval de 1914. Juan Almela Meliá y José Tinoco, miembros fundadores de la flamante sociedad de alpinismo Peñalara-Los Doce Amigos, andaban a la sazón reconociendo la zona de los Llanillos con vistas a construir un refugio de montaña en la Pedriza Posterior, cuando se les vino encima tal tempestad de nieve que se vieron obligados a guarecerse en “un agujero cónico que hay en un murallón de granito, orientado al Sur, donde pueden permanecer, sentados o tumbados, hasta tres individuos”. Así describiría cuatro años más tarde el propio Meliá, en su libro Andanzas castellanas, el covacho de la Majada de Quila.

Confiados en que pronto amainaría el temporal, los dos amigos se holgaban cantando el racconto de Lohengrin, el brindis de Amleto y la Celeste Aida; tocando la ocarina, preparándose con alcohol sólido el five o’clock tea y leyendo en alta voz “un librito francés de cuentos no muy espiritual, pero graciosísimo”. Mas pasó la tarde, y pasó la noche. Y al alba, la ventisca, lejos de ceder, había arreciado. Temiendo por sus vidas, pues la nieve amenazaba con sepultarles en su madriguera, Meliá y Tinoco salieron embozados en las mantas y, avanzando a locas por aquella blancura cegadora y uniforme (disparando sus Browning para advertir al mundo de su errática presencia, rodando por las llambrias heladas como peleles zamarreados por el ventarrón…), lograron llegar cuatro horas más tarde, arrecidos y ensangrentados, vivos de milagro, a la garganta del Manzanares, cuando en otras circunstancias solo les hubiera costado bajar tres cuartos de hora.

Puente de los Pollos
El puente de los Pollos (o de los Poyos) enmarca un panorama cautivador a pocos metros de la Majada de Quila.

Recorrer el camino de la Majada de Quila es un homenaje a aquellos pioneros de principios del siglo XX que, arriesgando el pellejo, facilitaron con sus exploraciones el acceso a la Pedriza de multitud de madrileños, una muchedumbre que ha sustituido la ocarina, los libros y el alcohol sólido para hacer el five o’clock tea por sofisticados equipos de montaña y aparatos electrónicos que hacen que recorrer hoy este macizo granítico sea algo tan peligroso como aventurarse por la calle Preciados en Navidad. También es la constatación incuestionable de que el clima ha cambiado, pues para ver nevadas como aquella que cubrió La Pedriza en 1914 habría que viajar, no 50 kilómetros desde Madrid, sino 1.800, hasta Damüls, pueblo del montuoso estado austriaco de Vorarlberg donde todos los años cae una media de 9,30 metros de nieve, récord mundial absoluto.

Para ir a la Majada de Quila, cruzaremos el río Manzanares por el puente que hay junto al aparcamiento de Canto Cochino y seguiremos a la izquierda las señales blancas y amarillas, pintadas sobre rocas, pinos y arizónicas, del sendero PR-M2, las cuales nos van a guiar por el valle del arroyo de la Majadilla, aguas arriba. No hay que confundirlo con el sendero PR-M1, que está igualmente señalizado pero sube más hacia la izquierda, más cerca del Manzanares, hacia el collado del Cabrón. Tampoco hay mucha confusión: nueve de cada diez senderistas tiran por el primero. Por algo lo llaman la autopista de la Pedriza.

El sendero PR-M2 discurre junto al arroyo de la Majadilla durante dos kilómetros largos, hasta llegar a un puente que cruza éste muy cerca del lugar donde se alza, ya en la otra orilla, el refugio Giner (1916). Pero nosotros no lo cruzaremos, sino que proseguiremos con rumbo norte, monte arriba, rastreando las marcas blancas y amarillas del sendero de pequeño recorrido, que ahora remonta el vallejo del arroyo de los Poyos (afluente del de la Majadilla) y zigzaguea por su margen derecha hasta nivelarse en los Llanillos.

Cuatro Caminos
Cruce de Cuatro Caminos, en los Llanillos, con los cuatro hitos que lo señalizan. La Majada de Quila está ya cerca.

A una hora y media del inicio, en una famosa encrucijada conocida como Cuatro Caminos, que está muy convenientemente señalizada con cuatro grandes hitos de piedra, optaremos por el ramal de la izquierda para, en otros diez minutos (a unos 400 metros), desviarnos a la diestra por una vereda evidente que conduce en un decir amén hasta la covacha de la Majada de Quila. Parece chica, pero en ella cabían montañeros colosales como Meliá y Tinoco.

Luego volveremos al punto en que nos desviamos. Otro desvío evidente, 250 metros más adelante del de la Majada de Quila, conduce en breves minutos hasta el puente de los Pollos, un arco pétreo de 15 metros de luz, labrado por la erosión en un sólo bloque de granito, que es una de las formaciones más monumentales y fotogénicas de la Pedriza. Como aquí no hay pollos, ni tiene pinta de haberlos habido nunca, parece más acertado el nombre de puente de los Poyos con que también se le conoce y aparece en los mapas. Poyo, poyal, poyalejo…, son términos comunes en la toponimia serrana. Designan las elevaciones laterales o estribaciones de una montaña.

La prolongación del sendero que hemos seguido desde Cuatro Caminos desciende luego sin extravío posible, bien señalizado con hitos, hasta el Collado del Cabrón, donde lo más fácil es volver a Canto Cochino rastreando las marcas blancas y amarillas del PR-M1, que pasa por allí.

Cómo llegar. El recorrido a pie comienza y acaba en el aparcamiento de Canto Cochino, a 6 kilómetros de Manzanares el Real y 59 de Madrid. Se va desde Madrid por la autovía de Colmenar Viejo (M-607), desviándose por la carretera M-609 en el kilómetro 35 y luego por la M-608 a la izquierda. Siguiendo esta última, se circunvala Manzanares el Real, se pasa una rotonda y se continúa en dirección a Cerceda para coger la primera desviación a la derecha, que conduce al control de visitantes de la Pedriza. Cuatro kilómetros después de cruzar la barrera, se halla el aparcamiento de Canto Cochino. Datos de la ruta. Recorrido circular de 11,5 kilómetros y una duración de cuatro horas y media (incluidas paradas), con un desnivel acumulado de 720 metros. Dificultad: media-baja.

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Mausoleo de los Amantes (Teruel): rica ella, pobre él

Mausoleo de los Amantes

Grupo escultórico de los Amantes de Teruel, labrado en alabastro por Juan de Ávalos a mediados del siglo XX.

Un espectacular centro de interpretación arropa desde 2005 la capilla donde yacen los famosos amantes de Teruel. A su vera se levanta la torre mudéjar de la iglesia San Pedro, incluida por la Unesco en la lista del Patrimonio Mundial. Puede que Teruel no exista la mayor parte del año, pero a mediados de febrero, cuando 17.000 personas vestidas de época recrean la tragedia de Diego de Marcilla e Isabel de Segura, se convierte por unos días en la capital española del amor.

Si a un hombre de hoy en día le dan cinco años para que haga fortuna y así poder conseguir a la mujer que ama, es seguro que la hace, aunque sea robando, y todavía le sobra tiempo. Pero a comienzos del siglo XIII la rueda de la fortuna giraba más despacio, o más honestamente, y Diego de Marcilla no lo logró…, por muy poco. A Diego, que era un pobre segundón, le habían puesto esa condición los ricos padres de su amada, Isabel de Segura, para entregársela en matrimonio, pero cuando volvió forrado a Teruel, acababa de expirar el plazo y, ¡ay!, ella ya era de otro. Desesperado, se entrevistó con Isabel y, ya que la mano no podía ser, le pidió un último beso. Una mujer de hoy en día se lo hubiera dado (y ya puestos, algo más), pero en aquel siglo y en Teruel, Diego se quedó sin beso y sin ganas de vivir, pereciendo al momento de dolor. Lo más triste, empero, aún estaba por llegar. Y es que al día siguiente, en la iglesia de San Pedro, una dama enlutada irrumpió en el funeral y, posando sus labios sobre los de Diego, murió en el acto del mismo mal. Isabel, claro está.

Mauselo de los Amantes

Cripta del moderno Mausoleo de los Amantes y detalle del grupo escultórico labrado por Juan de Ávalos.

Por increíble que parezca esta historia, en 1555 se descubrieron en una capilla de la mentada iglesia las momias de Diego e Isabel, y notarios hubo que levantaron acta de todo, dándolo por cierto. Vivos, los amantes de Teruel no habían tenido mucho éxito, pero muertos iban a inspirar más de 20 obras literarias (entre ellas, un drama de Tirso y otro de Hartzenbusch), una ópera de Tomás Bretón, un famoso lienzo de Muñoz Degrain y las aún más famosas estatuas yacentes bajo las que reposan sus restos, labradas a mediados del siglo XX por Juan de Ávalos. Para darle aún más empaque al mausoleo, en 2005 se construyó pegado a la iglesia un moderno edificio, diseñado por el arquitecto Alejandro Cañada, donde con recursos audiovisuales e interactivos se explican los pormenores de la tragedia, su contexto histórico y su repercusión en el arte. En visitar el mausoleo y la iglesia de San Pedro, con su claustro, su ándito y su torre, joya del mudéjar turolense, se echa casi media mañana.

Mausoleo de los Amantes

Detalle del mural que preside la planta noble del Mausoleo de los Amantes, obra del zaragozano Jorge Gay.

Además de la torre de San Pedro, el impresionante legado mudéjar de la capital turolense incluye las de San Martín, la del Salvador y la de la catedral, todas erigidas entre los siglos XIII y XIV, con pasadizo abovedado para que circulen a través de ellas los viandantes y profusa decoración de cerámica multicolor. También merece la pena dedicar un rato largo a contemplar la techumbre de la catedral, con su armadura de par y nudillo, única en el mudéjar hispánico por su decoración pintada.

Mausoleo de los Amantes

Claustro de la iglesia de San Pedro y detalle de su ábside mudéjar, incluido en la lista del Patrimonio Mundial.

Cualquier época es buena para visitar Teruel y el Mausoleo de los Amantes, pero ninguna mejor que mediados de febrero, cuando la ciudad recrea la tragedia con varias representaciones en puntos clave del casco histórico. Es la fiesta de Las Bodas de Isabel de Segura, declarada de interés turístico nacional, en la que participan 17.000 personas vestidas de época y 400 actores. Escenas teatrales, pasacalles, exhibiciones, juegos, comilonas, jaimas, artesanos y juglares transforman Teruel en una animada villa medieval (ver programa de 2017). Este año, que la fiesta se celebra del 16 al 19 de febrero, la recreación cobra más importancia si cabe al conmemorarse el 800º aniversario de la muerte de la pareja que, gracias al folclore y la tradición oral, ha situado a Teruel en el mapa como la capital española del amor. Se han organizado un centenar de actividades lúdicas y culturales que se extenderán a lo largo de todo 2017. Entre las más llamativas, está el estreno en la iglesia de San Pedro de una ópera compuesta por el músico de la tierra Javier Navarrete. Además habrá concursos de poesía y de relatos, conciertos, exposiciones, visitas teatralizadas y conferencias.

Mausoleo de los Amantes

Mausoleo de los Amantes, al pie de la torre mudéjar de San Pedro, declarada Patrimonio de la Humanidad.

Cómo llegar. El mausoleo está en la Plaza de los Amantes, en pleno centro histórico de Teruel, junto a la iglesia de San Pedro y a cien metros escasos de la plaza del Torico. Comer. La Bella Neda (978 605 917): especialidad en carnes a la brasa. Yain (978 624 076): cocina con un toque moderno y excelentes vinos. Mesón Óvalo (978 618 235): platos típicos aragoneses en un restaurante muy concurrido. Dormir. El Mudayyan (978 623 042): hotelito familiar, céntrico, coqueto, con detalles decorativos inspirados en el artesonado mudéjar de la catedral y salón de té de estilo marroquí. Clá Hotel (978 624 552): pequeño, moderno, pulcro, barato y con buen restaurante. Más información. Mausoleo de los Amantes (978 618 398 y 978 221 143). Turismo de Teruel (978 619 903).

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La leyenda del Montón de Trigo (sierra de Guadarrama)

Montón de Trigo

Cuerda Larga, la Maliciosa, Siete Picos y el pinar de Valsaín, vistos desde la cumbre del Montón de Trigo.

La leyenda de un labrador tacaño que murió sepultado bajo toneladas de cereal ameniza la ascensión al Montón de Trigo, la cumbre cónica e icónica que se levanta al noroeste del puerto de la Fuenfría, dominando las montañas y los pinares más bellos de la sierra de Guadarrama.

Montón de Trigo es un hermoso nombre para una montaña. La idea de una pila de grano, de acaso un muelo de rubio trigo candeal, condice a las mil maravillas con la estampa de esta cónica mole de pedrejones que la trilla geológica fue separando del haz de la Tierra y amontonando, granito a granito, hasta alcanzar los 2.155 metros de altura, junto al puerto de la Fuenfría. Montón de Trigo nos habla, además, de un tiempo en que la sierra de Guadarrama aún sesteaba en el limbo de la autarquía, y en sus laderas menos pendientes cultivábanse grandes parcelas con cereal: eran las suertes o quiñones, que hoy yacen sepultados bajo los embalses, las urbanizaciones, los pinares de repoblación y las boñigas de la ganadería extensiva.

Tener una altura respetable, una silueta icónica y un nombre sugerente está muy bien, pero una montaña necesita algo más para destacar sobre el resto. Necesita una leyenda. (Una montaña de roca pelada y sin leyenda es una escalera). De ahí que Francisco Acaso, el último bardo de Cercedilla, fabricase hace un cuarto de siglo una conseja inspirada en la sospecha de que esta insólita cúspide del Guadarrama (un conoide perfecto) no pudo haber sido producto del azar y mucho menos del albedrío humano, sino de una voluntad sobrenatural.

Hace muchos años, en la misma fecha imprecisa de todas las consejas, cuenta Francisco que vivía en esta serranía un rico labrador que, dotado de un perverso instinto y por el uso de los más viles procedimientos, habíase convertido en el amo del pueblo y sus contornos. Sobre ruin era soberbio, y no sintiéndose satisfecho de su suerte, que aquel verano le había deparado una ubérrima cosecha, el hacendado concibió la arrogancia de exponer su inmensa fortuna cereal en la Fuenfría, torpe idea que llevó a efecto subiendo carretadas y carretadas de grano hasta lo alto del puerto.

Calzada romana

Señal de la calzada romana y tramo empedrado de la misma en Las Dehesas, no más iniciarse la ascensión.

Una nueva montaña (¡montaña de trigo!) descollaba entre Siete Picos y la Mujer Muerta, cuando dos pordioseros aparecieron por la calzada romana procedentes de Segovia. Previsiblemente, los menesterosos pidieron por gracia que se les permitiera llenar de trigo sus zurrones. Previsiblemente, el tacaño se lo negó. Previsiblemente, Dios había de fulminarlo. Y así es como, según el cuento, el Montón de Trigo se hizo piedra, engullendo en su horrísona germinación al pobre rico, que no vivió para lamentarlo.

Por la misma calzada que subieron los pordioseros, pero tomándola por el lado madrileño, en Cercedilla, el excursionista seguirá la vía de ascenso más bella y directa al Montón de Trigo. Desde el área recreativa de Las Dehesas, solo hay que rastrear monte arriba las señales que marcan este camino milenario (círculos de pintura verde pintados sobre los pinos y artísticos paneles de acero corten con la inscripción: “VÍA XXIV”) para plantarse en el puerto de la Fuenfría tras una horita de marcha. También se puede seguir la calzada borbónica, que coincide en varios puntos con la anterior y está señalizada con círculos blancos. Da lo mismo.

Una vez en el puerto de la Fuenfría, la silueta puntiaguda del Montón de Trigo, esa escombrera de titanes que se alza al noroeste, guiará al caminante durante lo que resta de jornada. Para alcanzar su objetivo, el excursionista deberá trepar a mano izquierda por la ladera del cerro Minguete (2.023 metros), girar casi en la cima hacia el norte por un breve collado y atacar el repecho final del Montón de Trigo (bien señalizado con hitos, como los anteriores senderos) hasta coronar la cónica cumbre al cumplirse dos horas y media de marcha.

La sierra de la Mujer Muerta (a poniente) y la afilada crestería de Siete Picos (a naciente) son las alturas vecinas que se contemplan desde este señero pedregal. Los valles de la Fuenfría y del río Moros (al sur y al suroeste, respectivamente) y los pinares de la Acebeda y de Valsaín (al norte y al noreste) acercan sus arroyos como dedos trémulos hasta la base de este túmulo que una fuerza inhumana plantó sobre el Guadarrama antes de que los hombres inventáramos a los dioses. Al norte, toda Segovia. Al sur, todo Madrid.

Montón Trigo

Vista hacia el suroeste desde el Montón de Trigo: la Peña del Águila, la Peñota y el pinar del valle del río Moros.

Cómo llegar. Cercedilla dista 60 kilómetros de Madrid. Se va por la A-6 hasta Guadarrama (salida 47), por la M-622 hasta la estación de Cercedilla y por la carretera de las Dehesas (M-966) hasta el área recreativa de Las Dehesas, donde comienza la ruta a pie. Datos de la ruta. Marcha de 14 kilómetros (incluida la vuelta por el mismo camino) y una duración de 4-5 horas, con un desnivel acumulado de 800 metros. Dificultad: media-alta (alta en invierno, pues la acumulación de nieve y hielo complica bastante la progresión, haciendo imprescindible el uso de raquetas y crampones). Comer. Los Frutales (Cercedilla; 918 520 244): el mejor restaurante del valle de la Fuenfría, con bonito jardín junto al río y vivero de truchas. Yeyu (Cercedilla; 918 521 717): restaurante de montaje moderno en la misma calle mayor de la localidad, sobresaliente en escabeches y carnes; también buena barra para picar. El Montón de Trigo (Cercedilla; 918 521 509): bar y restaurante de ambiente distendido, donde hay que probar los huevos estrellados con jamón, el entrecot de carne del Guadarrama y la tarta de queso casera; en verano, tomates del huerto y, en otoño, Boletus. Dormir. Las Rozuelas (Cercedilla; 629 829 288): casa de piedra y madera con ocho habitaciones, todas diferentes, y decorada con obras de arte. Peña Pintada (Cercedilla; 618 436 935 y 654 153 197): caserón del siglo XIX al lado de la estación de tren, idóneo para hacer excursiones por el valle de la Fuenfría. Luces del Poniente (Cercedilla; 918 525 587): hotelito de decoración moderna, con piscina climatizada y atardeceres de ensueño. Casona de Navalmedio (Cercedilla; 628 904 713): elegante hotel rural en un paraje apartado, con restaurante y vistas espectaculares. Más información. En el Centro de Visitantes Valle de la Fuenfría (918 522 213), que está en el kilómetro 2 de la carretera de Las Dehesas, muy cerca del inicio de la ruta.

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Covachos, la playa más bella (quizá) de Cantabria

Playa de Covachos (Santa Cruz de Bezana, Cantabria)

La playa de Covachos es una media luna de 500 metros, rodeada de acantilados y verdes prados.

Muy próxima a Santander, en Santa Cruz de Bezana, se halla esta playa acantilada que se transforma con la marea baja en un escenario de película de aventuras, con cascada, isla y cueva. Si el día no está para muchos baños, podemos visitar también la vecina playa de La Arnía.

Si fuéramos Dios y nos viésemos en el arduo trance de tener que crear la playa perfecta, copiaríamos descaradamente lo que la naturaleza ha hecho en Covachos: una media luna de 500 metros con un arroyo precipitándose en cascada desde el acantilado que la rodea y con una isla conectada a ella durante la bajamar, y en la isla una gruta de paredes y techos afilados como cuchillos para que los niños y los no tan niños que se pasan el día enchufados a la PlayStation descubran el placer de vivir una aventura real y de salir por piernas cuando las olas estén ya tragándose el tómbolo, chillando todos como ratas. Le haríamos un marco de verdes prados tachonados de amarillas cascajas y azules carrasquillas, y en lugar de un socorrista o algún otro ser vulgar por el estilo, pondríamos como guardián y único testigo de tanta hermosura a un halcón peregrino.

Gruta en la playa de Covachos (Santa Cruz de Bezana, Cantabria)

Cuando baja la marea puede accederse desde la playa de Covachos a una isla donde se abre una gruta.

Vecina de Covachos, y su más directa competidora en belleza, es la playa de La Arnía, con sus crestas de roca caliza asomando sobre las aguas como aletas dorsales de gigantescas criaturas marinas. Más hacia poniente, en la desembocadura del Pas, se descubre otro paisaje alucinante: las dunas de Liencres. Declaradas parque natural en 1986, son de las más extensas de la costa cantábrica, con una superficie total de 194 hectáreas, que también abarca un bosque de pinos marítimos. Se puede pasear a través de ellas por pasarelas de madera, que a veces desaparecen engullidas por estas montañas móviles. Y se puede caminar a su vera por la playa de Valdearenas: son dos kilómetros hasta llegar al Puntal, entre altas dunas y surferos.

Cómo llegar. Covachos está a 10 kilómetros al oeste de Santander, en el municipio de Santa Cruz de Bezana. La playa aparece señalizada, junto con la de La Arnía, antes de llegar a Liencres. La carretera de acceso lleva justo hasta el borde del acantilado. Comer y dormir. Dos Pozos y Jimena (Santa Cruz de Bezana; 942 580 800): mesón emplazado en una casona típica montañesa, cerca de Covachos; especialidad en pucheros, lechazo y carnes. El Jardín (Soto de la Marina; 942 578 638): hotel rural moderno, con amplio jardín, a 2,5 kilómetros de Covachos. Más información. Turismo de Cantabria: 901 111 112.

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